sábado, 14 de diciembre de 2013

ANDANZAS BIBLIÓFILAS


   Con frecuencia tengo la sensación de estar fuera del mundo. Si pienso que es el momento oportuno de evitar una aglomeración de personas, caigo sin remedio en el centro de ella. Si voy preocupado pensando encontrar un tráfico desesperante encuentro las carreteras desiertas. Casi nunca, aunque me lo proponga firmemente, soy capaz de anticipar las reacciones de los demás. Quienes pueden hacerlo, y más aún quienes son capaces de ganarse la vida con ello, me producen una admiración que linda con el estupor. Aquellos que idean un producto que se revela después de consumo masivo, quienes aciertan al editar un libro del gusto de los lectores, un sencillo pescadero que compra para su establecimiento aquello que piensa que va a vender en el día, y encima lo vende, participan a mis ojos de la clarividencia que se atribuyó en la antigüedad a las sibilas y a los profetas. El otro día, viendo una apreciable edición dieciochesca de Horacio que se vendía por unos setenta y tantos euros, algo menos de lo que debe costar a veces ir al fútbol, me preguntaba cómo es posible que las librerías anticuarias no estén atestadas de clientes. Esta lunática pregunta creo que pone en sus justos términos la veracidad de lo que llevo escrito. No obstante, tampoco compré la edición, aunque me gustara, pues lo primero que aprende cualquier amante de los libros bellos es que a lo largo de su vida verá pasar ante sí muchos y jamás los tendrá. A consecuencia de ello es frecuente sentir con cierta tristeza que los libros que se van viendo pasar se perderán sin remedio en el olvido como las lágrimas en la lluvia de la gastada metáfora de Blade Runner. Me gustaría por ello traer aquí un ejemplo reciente, como si este blog no fuera a perderse antes. En una subasta portuguesa se vendía hace poco la edición lisboeta, primera, de la Guerra de Granada de Diego Hurtado de Mendoza.





     Hace un tiempo identificamos entre varios bibliófilos la hermosa encuadernación heráldica de un libro. Era igual a ésta. Después, cuando revisé el estudio de Yeves Andrés sobre las encuadernaciones de la colección Lázaro Galdiano me di cuenta de que las armas en realidad ya estaban identificadas como del conde de Monterrey en dos ejemplares de esa biblioteca, si bien con dudas y no clasificados como tales. Las dudas surgían inicialmente por la aparente manipulación de uno de los dos ejemplares, cuya cubierta podría haber sido tomada de otro libro distinto en fecha incierta. Esta práctica, que llaman remboîtage, a la francesa, se explica por el lucrativo interés de cubrir un libro atractivo pero humildemente encuadernado con una bella encuadernación coetánea tomada de otro que carezca de valor comercial. Pero las dudas de identificación, sobre todo, surgían en este caso de lo infrecuente que es encontrar libros con esta encuadernación, lo que limita mucho las posibilidades de análisis. Es sabido que el rey Felipe IV fue un ferviente coleccionista de arte, que el conde duque de Olivares formó una biblioteca de varios miles de libros impresos y manuscritos en los que hacía estampar sus armas y que buena parte de los altos cargos de la monarquía, que formaron el círculo más próximo al valido real, tuvieron intereses similares. El marqués de Leganés, su primo, reunió una extensa colección de pintura de la que salió la decoración de varias estancias para el palacio del Buen Retiro. El conde de Monterrey, su cuñado, o don Luis de Haro, su sobrino, también reunieron significativas colecciones de pintura. Del primero se conoce su actividad adicional como patrocinador de diversas empresas artísticas. El duque de Medina de las Torres, su yerno, formó otra biblioteca excepcional, y los libros procedentes de ella, bellamente encuadernados con sus armas, son particularmente conocidos y apreciados por los bibliófilos, no solamente españoles. Por ejemplares como éste, tan raros hoy en día, se puede saber que también el conde de Monterrey pudo reunir una biblioteca significativa y qué lecturas formaron parte de sus intereses. 
   El relato que escribió Diego Hurtado de Mendoza sobre la rebelión de las Alpujarras es uno de esos libros que no he leído esperando absurdamente hacerlo en una edición antigua. Acabé presentando una puja por la edición, pero como me suele ocurrir en las contadas ocasiones que lo he hecho, comprobé una vez más que estoy fuera del mundo. Tampoco me importó mucho no comprarla, he de decir, aunque me hubiera gustado tener el libro en las manos y examinarlo en detalle. Leerlo, ya lo leeré de otra manera. Cita Francisco Mendoza la diferencia que en el siglo XIX establecía entre bibliófilos y bibliómanos Paul Lacroix: los primeros aman los libros sin necesidad de poseerlos. Quizá sea así. Este fin de semana quienes viven en Madrid tienen la oportunidad de apreciar en el Salón del libro antiguo los más hermosos libros que se suelen exponer al año con fines comerciales. No resulta un lugar inadecuado para comprobar si esa teoría es acertada o no.

6 comentarios:

  1. Querido Urzay: ¡qué buenos recuerdos me trae esta encuadernación y el tiempo que dedicamos a rebuscar intentando dar con la filiación exacta de las armas que lucen en sus planos! Lástimas que no la hayas conseguido en la puja, pero seguro que en el trasiego sin fin de los libros, un día te la volverás a encontrar (¡y a menos precio... cuantas veces sucede!).
    Un fuerte abrazo.

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  2. Muchas gracias por tu comentario, Diego, aunque me temo que éste difícilmente lo volveré a ver. Yo también tengo buen recuerdo, esas pesquisas bibliófilas para tratar de identificar un libro correctamente o para descubrir su historia están entre los más divertidos alicientes que nos deparan los libros antiguos.
    Un abrazo fuerte.

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  3. Recuerdo esa sensación de libros perdidos.... cuando era muy joven, y también que hube de tomar una decisión que involucraba tanto a los libros que se ofrecían como a mi siempre escasa capacidad económica; y decidí que sería un sufrimiento continuado intentar adquirir el libro que se reconoce como valioso y "relativamente" barato. Desde entonces me alejo de la tentación y frecuento la Biblioteca Nacional. Sin embargo, este verano me volvió a asaltar el apetito, porque anduve rastreando montones de libros en Buenos Aires, en donde la caza no es de altanería: por dos o tres euros pude comprar ediciones valiosísimas de Salinas, Pérez de Ayala, Juan Ramón... Existe sin duda un término medio para este vicio; pero a los vicios sanos quizá no se les deba controlar ni ponderar.
    No es buena meditación para unas Navidades ni como propósito para el nuevo año, que te felicito.

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  4. Frecuentar la Biblioteca Nacional es desde luego la manera más sabia de liberar el gusto por los libros viejos sin que medie la enojosa economía. Quizás cierta bibliofilia no existiría si todo el mundo pudiera ser bibliotecario de fondo antiguo. Es más, dándole la vuelta hasta el absurdo se podría pensar incluso que la secular escasez de personal especializado en las bibliotecas españolas pudiera ser en el fondo la maniobra sibilina de alguien que desea mantener con vida el paupérrimo mercado español del libro antiguo. Yo creo tener bastante controlado el impulso, de hecho antes de acudir a la subasta de éste llevaba más de un año sin comprar ningún libro antiguo, pero ante ciertas ediciones del exilio a los precios que me comentas comprendo que es difícil resistirse.
    Te deseo igualmente un próximo año próspero y pleno, Pablo. Un abrazo.

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  5. Muestro vicio (o afición) nos produce sentimientos contrapuestos. Por un lado la tristeza de no haberlo comprado, la alegría de las pesquisas que nos llevan a identificar una edición...

    Pero lo que me está haciendo pensar es tu último comentario: ser bibliotecario de fondo antiguo. ¿Y voluntario? ¿Hay servicio de voluntariado en estas bibliotecas? Investigaré este campo.

    Feliz año Urzay

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  6. Los libreros se quejan de que cada vez hay menos bibliófilos, y tal como vas no sé si no tendrán que lamentar otra baja :-)
    Feliz año a ti también.
    Un abrazo.

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